martes, 14 de abril de 2009

Maitines


Como una pluma sobrevolando indecisa los atávicos resquicios de la tarde. En un ir y venir constante, furtivo y esquivo.

Testigo del deambular ajeno. Omnisciente. Incesante.
Cadencialmente perfecta.

Perpetua y perennemente ella.

Sola.

viernes, 27 de marzo de 2009


Nadie sospecharía el poder que desprendes aun sin saberlo.

Espigas yertos y delicadamente afilados marfiles sin siquiera presentir que eres sostén y alma.

En tu sibilino danzar arrastras tras de tí el sordo gemido de un millar de voces que, presumiendo de castrense disciplina, se rinden a tu voluntad como si de ella pendiera su último aliento de vida.

Y vibras. Vibras incesante y firme. Vibras solemne marcando el imperial compás que sólo tu estela sabe dibujar. Y ya nada importa. Sólo tú, sólo ella.

Dócil y servil, ella, se deja mecer por tus manos. Ella, cuya voz se erige tímida ante el mudo aullido del silencio, se viste de encaje y tul para rendirse a tu cortejo. Para, sencillamente, dejarse llevar por ti.

domingo, 1 de marzo de 2009

Epílogo

Alguien me dijo una vez, antes de que toda esta vorágine diese sus primeros pasos, que con el tiempo me daría cuenta de que siempre hay un antes y un después de París. Tenía razón.

Es por eso que, a pesar de que este espacio nació con el único propósito de acercar sólo algunas de las tantas impresiones que estos meses han dejado tras de sí, mantendrá sus puertas abiertas a la espera de poder compartir esta nueva etapa. Una etapa que nació en París pero que se vendrá conmigo en la maleta. Espero veros en el camino.

domingo, 22 de febrero de 2009

París-Viena-Budapest

Nada vaticinaba que, a tan sólo unas semanas del regreso, mis pasos se verían sorprendentemente dirigidos hacia una ciudad que tanto significa. Un viaje que, aun teniendo a Budapest como principal destino, abrió la puerta a la posibilidad de conocer la ciudad que está tan cerca y a la vez tan lejos, que tantas letras y tantas tardes ha llenado aun sin saberlo. Nada, absolutamente nada, hacía sospechar que Viena estaría a tan sólo unas horas. Una ciudad que es hoy, ayer y que fue mañana.


Y es que Budapest había de ser nuestra única parada. Lo hubiera merecido, sin lugar a dudas. A pesar de una más que accidentada llegada, Budapest pronto se dio a conocer. El reguero de callejuelas y plazas encuadraban una ciudad en la que parecía haberse parado el tiempo. La decadencia de sus calles echaba la vista atrás, aun sin nostalgia, para recordar la grandeza y la penuria de un pueblo marcado por los avatares de la historia. Los tonos grisáceos y apagados de los edificios contrastaban con las grafías tiznadas de rojo soviético y con el color de un Danubio que, al menos durante esos días, lejos estaba de ser azul.

No obstante, la grandeza de Budapest se encontraba aún oculta y sólo al caer el sol, cuando las calles acallaron su continuo murmurar y quedaron desiertas ante la atenta mirada de los pocos transeúntes que trataban de apurar las últimas horas del día, la ciudad se rindió ante nosotros. El sombrío cromatismo que durante toda la jornada nos había estado acompañando dejó paso a un interminable surco de farolas que escoltaban orgullosas el, ahora sí, imperial paso del Danubio. Y a pocos metros, casi burlando la noche, Buda se erguía observándonos atentamente, mientras que el leve rumor del agua orquestaba la única perturbación de aquel impávido silencio. Budapest, entonces, nos daba la bienvenida.



La visita a la capital húngara, en efecto, hubiese merecido por sí sola el viaje; aunque sin Viena no hubiese sido lo mismo.

Viena no es París. Viena no acompaña el apacible deambular del río mientras centenares de visitantes contemplan ensimismados la grandeza de sus rincones. Viena no se oculta tras la nobleza de sus bulevares y la distinción de sus terrazas. Viena no se confiesa en cada una de sus plazas, en cada uno de sus adoquines. Viena duele. Desgarra. Una noche anegada por la incertidumbre de sus callejuelas. El grito sordo e incesante del silencio. El candor de una vela que llora serena una visita jamás realizada. Viena es el doloroso recuerdo de un centenar de polcas alrededor de una mesa.

Viena no es París. Ni falta que le hace.



Pd. Imagen de Budapest por cortesía de Alex, a quien siempre agradeceré haber sido precursora de este viaje.

miércoles, 14 de enero de 2009

El Acordeón

Mediodía en las calles de Saint Louis. En las aceras se agolpan comerciantes y tenderos, transeúntes y turistas, del todo indiferentes a la pequeña maravilla que cada día acompaña sus rutinas. Y es que, desde aquella tímida esquina que apenas se deja ver entre el trasiego, tu inadvertida presencia se hace indispensable en la vida del frecuentado barrio parisino. Y tu gemir se convierte en el canto de una ciudad.


Gimes y arrancas delirios y quejidos, envolviendo con tu rasgada voz noctámbulas historias que sirven de sustento a aquél que osa acompañar tu llanto. Gimes, y tu gemido se traduce en un aluvión de caricias que se precipitan hacia la siempre llana y reconfortante cadencia que, huérfana de esplendor, aguarda expectante el eco de un nuevo sollozar. Gimes, y en tu grito se cobijan un millar de parásitos que sólo en ti parecen encontrar dirección en su solitario deambular.

Cae la tarde en los alrededores de Saint Louis. Las dóciles aguas acompañan en un murmullo el testimonio de tus ausencias. La isla, ajena pero testigo, se adormece en un acompasado mecer que será preámbulo de un nuevo lamento. Ya entre sombras, en la isla de Saint Louis sólo se escucha tu llanto.

L’art doit-il être beau?

La relation entre la beauté et l’art a toujours été une question très contestée parmi les penseurs et les artistes à cause de l´évolution de la notion d’art tout au long des années. En effet, l’art et l’esthétique ou la recherche de la beauté ont toujours été très liés puisque historiquement l’art a été conçu comme l’instrument utilisé par les hommes pour chercher la beauté, cette dernière étant considérée comme une des vertus vers laquelle l’activité humaine doit se diriger. Certes, depuis Platon et les penseurs grecs la beauté a été conçue comme ce qui permet à l’homme de transcender sa condition humaine et de s’approcher au divin, ce qui conduit l’âme vers la Vérité entendue comme vertu morale par excellence. Aristote, en fait, lorsqu’il parle d’art, souligne qu’on doit distinguer entre l’acte même de produire (l’art proprement dit) et le résultat d’une telle production (l’œuvre), bien que tout le processus créatif doive être conduit vers la recherche du « beau » (« L’éthique à Nicomaque »). Ainsi, selon la notion classique d’art l’artiste est l’intermédiaire ou intercesseur entre la sphère mondaine et le divin, qui était conçu comme l’aspiration maximale de l’humanité : l’art était don l’instrument utilisé pour s’approcher de la beauté, une des vertus intégrantes du divin.

L’objectif de s’approcher du divin grâce à l’art a été aussi une des caractéristiques les plus importantes de l’art du Moyen Age, bien que désormais l’art fasse usage pour cela de l’objet de l’œuvre lui-même. En effet, les peintres et les sculpteurs créent des œuvres afin de louer Dieu et de s’approcher de la vertu (la beauté), dont l’objet est composé par les épisodes de l’histoire sainte. Ainsi, l’artiste cherche la beauté au moyen de ses œuvres, qui ont un objet religieux, afin de chanter la gloire et la grandeur de Dieu. En conséquence, seul l’art beau est bon parce seul ceci est valide pour louer Dieu.

Cependant, à la Renaissance cette notion d’art se transforme radicalement à cause du changement dans la notion de l’homme et du monde. En effet, l’homme devient le centre de la création à la place de Dieu. Les œuvres sont de plus en plus mondaines et passées au crible de la science ; bien que l’artiste essaie encore de trouver la beauté, cette dernière est désormais conçue comme un plaisir empirique ou sensoriel et pas comme une vertu. On peut trouver aussi une telle sécularisation de la recherche du beau par l’art dans le siècle des Lumières, qui transforme l’art en un instrument pour la recherche de la vertu, bien que ce soit une vertu rationaliste. Certes, les Lumières réussissent à mettre la raison à la place de Dieu et donc les vertus qui désormais doivent être recherchées ne sont plus des vertus théologales (la foi, l’espoir et la charité), cardinales (la prudence, la justice, la tempérance et la force) ou morales, mais des vertus ou principes nés de la Révolution et des Lumières. Ainsi, la liberté, l’égalité, la vérité ou la justice sont les objectifs de tout acte créatif, bien que ce soient des objectifs conçus au sens rousseauiste et libéral du terme : la déification de la raison annule la beauté en tant que valeur morale ou transcendante et absolue pour la transformer en le résultat d’un processus rationel. La beauté est alors perçue comme ce que chacun, grâce à la perception sensitive de la réalité passée au crible de la raison, considère comme telle. Ainsi, avec la naissance du relativisme philosophique commence le conflit sur la notion de l’art.

Or, depuis la fin du XIXe siècle le relativisme a augmenté considérablement et en conséquence la beauté devient une valeur subjective et individuelle, qui n’est que ce que l’artiste considère comme telle. La beauté ou le « beau » n’est plus une valeur objective et mesurable qui puisse inspirer le processus créatif de l’artiste et la notion de l’art lui-même : la relation entre l’art et la beauté chancelle car la notion de cette dernière devient relative et subjective.

En effet, on trouve certains mouvements artistiques qui se basent sur la recherche de la définition de l’art elle-même, comme par exemple l’art conceptuel. Ainsi, ce groupe d’artistes, parmi lesquels on peut trouver Joseph Kosuth, On Kawara ou Sol LeWitt, a pour première exigence d’analyser ce qui permet à l’art d’être art, c'est-à-dire la quintessence de l’art. Selon Kosuth, par exemple, « il est nécessaire de séparer l’esthétique de l’art parce que l’esthétique concerne des jugements sur la perception du monde en général » ; ainsi, « les autres fonctions apparentes de l’art [peinture de thèmes religieux, portraits d’aristocrates ou fonction ornementale, parmi d’autres] usaient de l’art pour dissimuler l’art. (…) Les considérations esthétiques sont en fait toujours étrangères à la fonction d’un objet ou sa raison d’être.» Ainsi, on peut constater que depuis Duchamp et ses « ready-made » l’intérêt de l’art ne porte plus sur la forme du langage, c'est-à-dire sur l’apparence externe ou esthétique de l’œuvre, mais sur ce qui est dit : selon Kosuth en fait « tout l’art (après Duchamp) est conceptuel ».

Certes, on peut constater grâce à l’analyse de l’évolution de la notion de l’art au long des années que la relation si contestée entre l’art et la beauté a son origine dans le relativisme, en la subjectivisation de la réalité. En effet, si l’on élimine les notions, valeurs et principes objectifs, on élimine l’essence même des choses et de la réalité, cette dernière devenant un seul acte de la volonté, un seul acte cognitif. La subjectivisation de la beauté a fait que l’art a perdu le composant le plus important de sa nature, c'est-à-dire la raison d’être de l’art incarnée en la recherche de la beauté comme valeur supérieure. Tout cette relativisation portée jusqu’à l’extrême a été la cause de la déconstruction conceptuelle, à la manière cartésienne, qui a permis de s´interroger sur des notions telles que l’art ou le beau jusqu’à l’absurde (par exemple, la tautologie de Joseph Kosuth « l’art est la définition de l’art ») et qui a conduit aux notions conceptuellement vides. La question qu’on doit se poser n’est pas celle de savoir s´il existe une relation nécessaire entre l’art et la beauté, mais celle de la définition même de l’art.

viernes, 19 de diciembre de 2008

Joyeux Noël

Ya es Navidad en París. O al menos eso dicen. Las calles y plazas sacan sus mejores galas para dar la bienvenida al nuevo año. Y junto a ellas, un sinfín de bombillas, adornos y guirnaldas acompañan el ajetreado paso de transeúntes y ciclistas que apuran hasta el último haz de luz para hacer las compras de rigor. Un vaivén de bolsas, abrigos y bufandas pueblan el bulevar ante la atenta mirada de los turistas que, ajenos al cotidiano alboroto, tienen en París su mejor regalo.


Saint Germain-des-prés se convierte en estas fechas en peculiar punto de encuentro. El puesto ambulante de crêpes que cada tarde hace un poco más agradable nuestro camino hacia la facultad ya no está solo en la plaza de los pensadores. Lo acompaña una artificial hilera de tenderetes que, uniformes en continente y contenido, rompen de algún modo la magia del lugar; souvenirs y boinas, chuyos y demás adornos de alpaca, acaban banalizando un rincón que muchos creyeron cuna de generaciones, refugio de ideas, o, simplemente, cobijo de visitantes.

Algunos rincones, sin embargo, extraños a la avalancha consumista que caracteriza esta época del año, mantienen intacta su rutina, sus silencios y sus acogedores ambientes. Es el caso de la librería de la rue de la Bûcherie. El sonido chirriante de sus puertas y el crujir de tablones y estantes acompañan a los olores a imprenta y papel mojado propios de tan peculiar entorno, orquestando una particular sinfonía que ofrece una calurosa bienvenida al visitante. Las reducidas dimensiones del lugar apenas permiten el movimiento, limitado asimismo por el paso incesante del librero que, como si de un sabueso se tratase, se afana por encontrar uno de entre los miles de títulos que atestan el recinto. Al fondo, junto a la viga maestra que soporta la estructura de la vieja pensión parisina, una escalera que da acceso a la desgarbada vivienda del propietario y refugio a un viejo piano de salón del que penden dos huérfanos candelabros. No obstante, bálsamos como éstos escasean y la ciudad entera se rinde a los estragos de la modernidad.


Mañana vuelvo a casa. Vuelvo con ganas de pasar las Navidades en familia, de ver a los amigos y de encontrar las callejuelas, las plazas y los cafés de antaño. Serán dos semanas de reuniones, de regalos y de noches junto a la chimenea, que nada tienen que ver con los ajetreos de la gran ciudad. París, en cambio, pronto volverá a ser la de siempre: volverá a la cotidianeidad de sus paseos y ciclistas, de sus puentes y soportales, de sus adoquines y balaustradas. París, mi París, estará esperando.

lunes, 24 de noviembre de 2008

El Huésped

Apenas dejas advertir tu presencia. Cabizbajo, nos observas día y noche tratando de cobijarte entre escombros, aunque dejando tras de ti pequeños rastros, pistas que te hagan sentir un poco menos ajeno a nosotros.

Tu sonámbulo zigzagueo se confunde entre nuestras rutinas y, tímido, trata de ocultarse sibilinamente, casi con un susurro, a fin de no turbar nuestros quehaceres cotidianos. Sólo los pequeños surcos dibujados sobre baldosas y azulejos son testigos de tu silencioso deambular.

Sin embargo, a pesar de todo, estás. Te escabulles pero estás. Como un retraído huésped, estás. Estás en nuestros despertares y en nuestros bostezos. Estás en los posos de café y escondido entre los cojines. Entre las parduzcas páginas de nuestros libros y junto a la tinta derramada en el escritorio, estás.

Y con eso te basta.
París, a 23 de noviembre de 2008

jueves, 13 de noviembre de 2008



Porque el tiempo se detuvo por un segundo. Porque la ciudad calló y se dejó mecer por unos pocos acordes, por unos simples versos.
Poco importaron hoces y martillos. Poco importaron internacionales y onces de septiembre. Entonces, en aquel instante, sólo importó la poesía.

martes, 4 de noviembre de 2008

Le Réveil

No sé cómo ni por qué, pero aquella mañana la casualidad o –por qué no decirlo- la curiosidad de aquél que se sabe en tierra extraña dirigieron mis pasos hacia la rue des Martyrs para encontrarla aún bajo las sábanas, con legañas y sorprendida de que alguien se dignara a visitarla a esas horas. Un temprano tête-à-tête sólo turbado ocasionalmente por algún que otro insospechado huésped que, temeroso, se asomaba tras las esquinas con la esperanza de encontrarla aún dormida. Pero ya era tarde, el alba se acercaba y era hora de comenzar los quehaceres rutinarios.

Así, aún antes de que los primeros atisbos de luz hiciesen su entrada entre empedrados y farolas, los más madrugadores visitantes se hacían notar en portales y bocacalles. Transportistas y restauradores se encontraban en los zaguanes y soportales a la espera de un intercambio de viandas; mientras pescaderos y carniceros comenzaban a colocar la mercancía que en pocas horas haría las delicias de vecinos y visitantes. Y las boulangeries abrían sus puertas convirtiéndose en los primeros focos de luz que, junto a los desprendidos por cafés y restaurantes que aún se desperezaban y lavaban la cara, premiaban con su presencia los rincones de la céntrica calle parisina.



Pero el despertar de París no es solamente eso. Es agua desfilando entre adoquines para recoger los últimos retazos de lluvia que la madrugada dejó tras de sí. Es un gato inmiscuyéndose escurridizo entre un interminable surco de farolas. Son balaustradas plagadas de bicicletas aún relucientes por los restos de rocío. Es un leve repicar de campanas procedente de uno de tantos campanarios que anegan la ciudad. Y es un tenue olor a repostería y a pan recién horneado.

« Une manière commode de faire la connaissance d'une ville est de chercher comment on y travaille, comment on y aime et comment on y meurt. » Cómo despierta, habría que añadir quizás.