domingo, 22 de febrero de 2009

París-Viena-Budapest

Nada vaticinaba que, a tan sólo unas semanas del regreso, mis pasos se verían sorprendentemente dirigidos hacia una ciudad que tanto significa. Un viaje que, aun teniendo a Budapest como principal destino, abrió la puerta a la posibilidad de conocer la ciudad que está tan cerca y a la vez tan lejos, que tantas letras y tantas tardes ha llenado aun sin saberlo. Nada, absolutamente nada, hacía sospechar que Viena estaría a tan sólo unas horas. Una ciudad que es hoy, ayer y que fue mañana.


Y es que Budapest había de ser nuestra única parada. Lo hubiera merecido, sin lugar a dudas. A pesar de una más que accidentada llegada, Budapest pronto se dio a conocer. El reguero de callejuelas y plazas encuadraban una ciudad en la que parecía haberse parado el tiempo. La decadencia de sus calles echaba la vista atrás, aun sin nostalgia, para recordar la grandeza y la penuria de un pueblo marcado por los avatares de la historia. Los tonos grisáceos y apagados de los edificios contrastaban con las grafías tiznadas de rojo soviético y con el color de un Danubio que, al menos durante esos días, lejos estaba de ser azul.

No obstante, la grandeza de Budapest se encontraba aún oculta y sólo al caer el sol, cuando las calles acallaron su continuo murmurar y quedaron desiertas ante la atenta mirada de los pocos transeúntes que trataban de apurar las últimas horas del día, la ciudad se rindió ante nosotros. El sombrío cromatismo que durante toda la jornada nos había estado acompañando dejó paso a un interminable surco de farolas que escoltaban orgullosas el, ahora sí, imperial paso del Danubio. Y a pocos metros, casi burlando la noche, Buda se erguía observándonos atentamente, mientras que el leve rumor del agua orquestaba la única perturbación de aquel impávido silencio. Budapest, entonces, nos daba la bienvenida.



La visita a la capital húngara, en efecto, hubiese merecido por sí sola el viaje; aunque sin Viena no hubiese sido lo mismo.

Viena no es París. Viena no acompaña el apacible deambular del río mientras centenares de visitantes contemplan ensimismados la grandeza de sus rincones. Viena no se oculta tras la nobleza de sus bulevares y la distinción de sus terrazas. Viena no se confiesa en cada una de sus plazas, en cada uno de sus adoquines. Viena duele. Desgarra. Una noche anegada por la incertidumbre de sus callejuelas. El grito sordo e incesante del silencio. El candor de una vela que llora serena una visita jamás realizada. Viena es el doloroso recuerdo de un centenar de polcas alrededor de una mesa.

Viena no es París. Ni falta que le hace.



Pd. Imagen de Budapest por cortesía de Alex, a quien siempre agradeceré haber sido precursora de este viaje.