lunes, 24 de noviembre de 2008

El Huésped

Apenas dejas advertir tu presencia. Cabizbajo, nos observas día y noche tratando de cobijarte entre escombros, aunque dejando tras de ti pequeños rastros, pistas que te hagan sentir un poco menos ajeno a nosotros.

Tu sonámbulo zigzagueo se confunde entre nuestras rutinas y, tímido, trata de ocultarse sibilinamente, casi con un susurro, a fin de no turbar nuestros quehaceres cotidianos. Sólo los pequeños surcos dibujados sobre baldosas y azulejos son testigos de tu silencioso deambular.

Sin embargo, a pesar de todo, estás. Te escabulles pero estás. Como un retraído huésped, estás. Estás en nuestros despertares y en nuestros bostezos. Estás en los posos de café y escondido entre los cojines. Entre las parduzcas páginas de nuestros libros y junto a la tinta derramada en el escritorio, estás.

Y con eso te basta.
París, a 23 de noviembre de 2008

jueves, 13 de noviembre de 2008



Porque el tiempo se detuvo por un segundo. Porque la ciudad calló y se dejó mecer por unos pocos acordes, por unos simples versos.
Poco importaron hoces y martillos. Poco importaron internacionales y onces de septiembre. Entonces, en aquel instante, sólo importó la poesía.

martes, 4 de noviembre de 2008

Le Réveil

No sé cómo ni por qué, pero aquella mañana la casualidad o –por qué no decirlo- la curiosidad de aquél que se sabe en tierra extraña dirigieron mis pasos hacia la rue des Martyrs para encontrarla aún bajo las sábanas, con legañas y sorprendida de que alguien se dignara a visitarla a esas horas. Un temprano tête-à-tête sólo turbado ocasionalmente por algún que otro insospechado huésped que, temeroso, se asomaba tras las esquinas con la esperanza de encontrarla aún dormida. Pero ya era tarde, el alba se acercaba y era hora de comenzar los quehaceres rutinarios.

Así, aún antes de que los primeros atisbos de luz hiciesen su entrada entre empedrados y farolas, los más madrugadores visitantes se hacían notar en portales y bocacalles. Transportistas y restauradores se encontraban en los zaguanes y soportales a la espera de un intercambio de viandas; mientras pescaderos y carniceros comenzaban a colocar la mercancía que en pocas horas haría las delicias de vecinos y visitantes. Y las boulangeries abrían sus puertas convirtiéndose en los primeros focos de luz que, junto a los desprendidos por cafés y restaurantes que aún se desperezaban y lavaban la cara, premiaban con su presencia los rincones de la céntrica calle parisina.



Pero el despertar de París no es solamente eso. Es agua desfilando entre adoquines para recoger los últimos retazos de lluvia que la madrugada dejó tras de sí. Es un gato inmiscuyéndose escurridizo entre un interminable surco de farolas. Son balaustradas plagadas de bicicletas aún relucientes por los restos de rocío. Es un leve repicar de campanas procedente de uno de tantos campanarios que anegan la ciudad. Y es un tenue olor a repostería y a pan recién horneado.

« Une manière commode de faire la connaissance d'une ville est de chercher comment on y travaille, comment on y aime et comment on y meurt. » Cómo despierta, habría que añadir quizás.