
Nadie sospecharía el poder que desprendes aun sin saberlo.
Espigas yertos y delicadamente afilados marfiles sin siquiera presentir que eres sostén y alma.
En tu sibilino danzar arrastras tras de tí el sordo gemido de un millar de voces que, presumiendo de castrense disciplina, se rinden a tu voluntad como si de ella pendiera su último aliento de vida.
Y vibras. Vibras incesante y firme. Vibras solemne marcando el imperial compás que sólo tu estela sabe dibujar. Y ya nada importa. Sólo tú, sólo ella.
Dócil y servil, ella, se deja mecer por tus manos. Ella, cuya voz se erige tímida ante el mudo aullido del silencio, se viste de encaje y tul para rendirse a tu cortejo. Para, sencillamente, dejarse llevar por ti.